Te espero al atardecer

Félix Quispe Osorio Élite Cultural

A todos los peruanos víctimas del Covid

    Después de terminar de empacar, Lucio levantó el costal y se fue a casa. Hizo dos paradas: en la botica, compró unas pastillas; y en la bodega, algunos abarrotes. Al llegar a casa, se desenrolló la enorme chalina que cubría su boca y nariz. Se dirigió a la cocina. Zaida, su esposa, estaba cociendo una tela, sentada y mirando la ventana. El hombre entró despacio, quería apreciar la escena sin que ella lo notara, pero ella alzó la mirada y sonrió.
       −Ya sé que estás ahí, viejo.
    Lucio sonrió, se acercó a ella y la abrazó muy fuerte.
       −Cuidado, me vas a romper los huesos. ¿Cómo te fue?
    El hombre le contó su día. Afortunadamente, vendió lo suficiente para comprar pastillas y alimentos.
       −Unos policías me dijeron que debo usar mascarilla y que no debería salir de casa.
    La esposa dejó lo que estaba haciendo y lo miró. Ambos deseaban que las cosas mejoraran pronto.
       −Prepararé la comida −dijo Lucio.
       −Yo acabaré esto −contestó la esposa, cociendo−. Cuando el sol se pone ya no veo nada.
    Después de media hora, los platos ya estaban servidos en la mesa de la cocina.
       −Vamos mujer −dijo el viejo, empujando la silla de ruedas.
    Al llegar a la cocina, le acomodó cerca de su plato. Comieron en silencio contemplándose mutuamente.
       −Aún me vuelven los dolores de hueso −dijo    Zaida.
       −Ya te abrigaré en la cama. Primero termina de comer. Mañana lavaré las frazadas y te calentarán más.
       −Pero mañana debes trabajar.
       −Mañana nadie saldrá.
       −¿Por qué?
       −Son solo órdenes del Presidente.
    La anciana sonrió y se sintió contenta porque Lucio estaría todo el día con ella. Al terminar de comer, Lucio recogió la mesa y lavó los trastos. Ella, aprovechando los últimos rayos de luz en la ventana, continuó con las costuras. Luego, el anciano le dio las pastillas y un vaso de agua, y ella se los tomó todo.
       −Ahora a la cama, viejita.
    Lucio empujó la silla al dormitorio, levantó por un lado las frazadas. Antes de acostarse la anciana, le pidió que se acercara y cerrara los ojos. Él lo hizo con total confianza. Zaida, sonriendo, le puso una mascarilla de tela.
       −Te amo −dijo el viejo.
       −Espero te guste −dijo ella−, lo hice con una camisa gastada.
    Don Lucio tendió a Zaida en la cama, la cubrió, después él se quitó el pantalón, los zapatos, la mascarilla y se acostó junto a ella.
       −Cuando se va el sol no veo nada −dijo ella.
       −Lo sé −dijo él.
       −¿Podrías preparar panqueques?
       −Sí, mañana lo haré.
       −Viejo, ¿si antes que apagues la luz me lees algo?
    Don Lucio se inclinó para sentarse, se puso los lentes y cogió el libro que estaba sobre el velador. Inició la lectura, en un momento levantó la voz debido a las sirenas policiales de la calle. Al terminar de leer la fábula, vio que Zaida estaba profundamente dormida. Apagó la lámpara y se recostó abrazándola. En la oscuridad, buscó su rostro y besó su frente.

    En la madrugada, ambos estaban ya platicando y él comentaba lo que había oído en la radio sobre las múltiples muertes que el virus estaba ocasionando. La anciana se persignó y, con cierto esfuerzo, se agachó de su silla de ruedas para sacar un tejido de un cajón de frutas. Lucio se empeñaba en preparar el desayuno, no logró preparar los panqueques. Al sentarse ambos a desayunar, ella comenzó a narrar la historia del viaje que hizo con sus padres cuando era niña. Aquel día dijo que habían terminado de cosechar papa, los tres corrían, saltaban y hasta se sumergían en la Laguna de Paca. Ella siempre contaba la misma historia y cada vez que podía. El anciano se lo sabía a detalle, pero le gustaba oír a su mujer.

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    Terminado el desayuno, el esposo marcó la fecha en el calendario. Eran trece días de cuarentena. Vio la lata del dinero, solo quedaba un billete y cinco monedas. La preocupación se apoderó de él por un momento, pues debía comprar más pastillas para Zaida. Durante el día, ambos regaron su pequeño huerto. Aquel huerto les daba lo necesario para poder alimentarse. Al lavar las prendas sucias, él notó que había muchas chompas de su esposa, ya que le era un reto comer sin ensuciarse. La vejez estaba sobre ambos, no fue tan piadosa, pero al menos estaban juntos. Ambos en silencio suplicaron por algún beneficio o apoyo, la situación estaba cada vez peor. “Tal vez somos invisibles ante la sociedad” pensaron. Al menos no lo eran para ambos y eso les dio mucha tranquilidad.

    Al día siguiente, Lucio sirvió el desayuno como de costumbre, besó la frente de su esposa y se fue al mercado a vender. Gerardo, un amigo suyo, le dejaba papas para que él las pueda expender. Antes de salir, se puso la mascarilla y cogió unos costalillos. La anciana sentía tristeza al verlo partir cada mañana.

       −Te espero al atardecer −le decía y, durante horas, se ponía a tejer viendo de reojo la ventana.

    Cuando don Lucio estaba vendiendo, unos señores le comunicaron que debía ir a cobrar al banco S/. 380,00 nuevos soles que el Estado estaba dando a las personas de bajos recursos. Lo animaron tanto que guardó las cosas y se dirigió al banco. Tuvo que esperar su turno y la espera demoró un par de horas. Al final de la tarde, le dijeron en ventanilla que su nombre no estaba inscrito. Sintió vergüenza y se arrepintió haber abandonado su puesto. Volvió a casa cabizbajo, entró a la farmacia y compró las pastillas. Al abrir la puerta sonrió al ver a su esposa. No le contó lo del banco, sino que había vendido bien en el mercado. Ella sonrió.

    Así pasaron días y el número de víctimas del virus iba en aumento. Las personas perdían la fe. Cierto domingo, mientras don Lucio realizaba la limpieza de su casa, llamaron a la puerta. El anciano salió y una señorita le pidió sus datos y se fue.

       −Nos darán abarrotes, vieja −dijo don Lucio−. Nos apoyarán.
       −No creas todo lo que te dicen −dijo ella.
       Don Lucio pasó varios días esperando. Mientras vendía usaba religiosamente su mascarilla para protegerse y, sobre todo, para cuidar a Zaida. Una tarde, después de almorzar, ella le pidió ver el ocaso. Ambos se sentaron en la banca trasera del patio de la casa y presenciaron el atardecer. Al entrar al dormitorio, él prendió la radio. La anciana se sentía un poco melancólica. De pronto, sonó una muliza jaujina. Zaida pidió a su marido que le ayude a levantarse. Él asistió, ella lo abrazó y se apegó a su pecho oyendo sus latidos. Se movieron al ritmo de las suaves y lentas melodías. Él sentía unas lágrimas caer sobre su mano. Aprovechó en decirle a su viejita cuánto la amaba y le agradeció por su compañía.

       Al día siguiente, Lucio se despertó muy temprano y preparó panqueques, porque eran los favoritos de Zaida. Al ir a despertarla, notó que ella estaba inconsciente, con el cuerpo frío y sin respiración. Lucio salió de la casa corriendo y pidió auxilio, rogando a los vecinos que lo ayudaran. Nadie acudió a su llamado, solo lo observaban de lejos. Después de unos minutos, llegó una patrulla policial y los llevaron al hospital. Él se quedó sentado en el pasadizo.

    Un médico salió de la sala de Emergencias después de revisar a la anciana. Éste le comunicó a don Lucio que la paciente había fallecido. La enfermedad que padecía la había fulminado mientras dormía. Don Lucio sintió un frío en el estómago y salió del hospital entre las lágrimas que no podía contener. La gente en la calle le miró con preocupación. Caminaba casi sin rumbo ni estabilidad debido a las  lágrimas que opacaban su visibilidad. Llegó a casa y una señorita yacía en su puerta con una canasta llena de víveres. No pudo decir nada, solo aceptó el paquete de inmediato con tal de estar solo. Fue hasta el dormitorio, cogió la foto de Zaida, la abrazó muy fuerte y se derrumbó sobre la cama esperando la muerte.

    Dos días más tarde, alguien llamó a su puerta. Al no recibir respuesta, metió un sobre con dinero por debajo y tachó el nombre de su lista.

Notas:

* Las opiniones y comentarios vertidos por el autor no corresponden necesariamente con la opinión o posición de la Asociación Élite Cultural Perú. El autor es el único responsable del contenido publicado.

* El contenido puede ser reproducido siempre que se brinden los créditos para el autor y/o la Asociación Élite Cultural Perú.

Félix Quispe Osorio - Asociación Élite Cultural Perú - Jauja

Lic. en Español y Literatura por la Universidad Nacional del Centro del Perú. Ha publicado plaquetas de microrrelatos y ha sido antologado en multiples publicaciones.

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