Dígame, ¿Cuál es el nombre de este lugar? Jamás lo había visto”. “Sala grande”, tartamudeó el anciano y todo quedó en un profundo silencio.
Volví a ver con alegría la gran cantidad de árboles. Admito que fue una decisión apresurada salir de la capital, tras la muerte de mi madre. ¿Qué más podía hacer? Una larga enfermedad la deterioró día a día, y no solo a ella, también a mí. Tan pronto nos separamos y la casa quedó en el silencio y la depresión. Las constantes visitas al médico de nada sirvieron, ella nunca mejoró. La noticia de su muerte me derrumbó. “Es que el cáncer no perdona”, decía mi madre, resignada. En el velatorio, por la noche, los invitados se me acercaban para darme sus condolencias y yo no podía dejar de mirar el cajón abierto. Mi tía Rosaura advirtió que no la viera, o esa imagen me perseguiría para siempre. ¿Por qué tenían que irse las personas que uno amaba? Todo era extraño. Después del entierro, al volver a casa, miraba la cama de mi madre donde tantas noches me quedé a dormir. Sentía el aire helado y su presencia desvaneciéndose. Iba a morirme también, si no me mudaba y encontraba un lugar para olvidar; si no cambiaba de espacio y dejaba atrás la tristeza, me quedaría en esa casa hasta que la pena me destruyera.
«Hija, tienes que llevar esta carta y dárselo a tu padre», me dijo la tía Rosaura, el día de mi partida. Era la última petición de mamá. Recordé, entonces, a mi padre y cómo se retiró de nuestras vidas. Tenía quince años y cursaba el cuarto año de secundaria. A él nunca le agradó Lima, porque no era como la sierra o como Jauja, su tierra. Solo mamá y yo nos acostumbramos a Lima, sin otros familiares que la tía Rosaura que preparaba su viaje fuera del país. Eran casi seis años que no veía a papá y solo sabía de él por las cartas, donde él me describía sus vivencias y me invitaba a mudarme a su lado. Le prometí que tarde o temprano lo haría, pues en alguna parte de mi ser, quise vivir bajo un cielo azul y en una casa de tejado.
Abordé el bus con mucha pena. Me era imposible sacar de mi mente a mi madre. Pero tuve que partir, aunque tuviera que dejar mi vida pasada y mi trabajo. El cambio anímico de mis actitudes había influido mucho en el alejamiento de amistades y colegas. El bullicio del tránsito era insoportable. Recién podía entender por qué mi padre no se acostumbraba a la capital. «¡Conduzca más despacio!» Le grité al chofer. Todo se volvió tétrico a mí alrededor: la lluvia intensa, el silencio de los pasajeros y la densa neblina que impedía la vista. Luchaba contra el cansancio y el sueño terminó por vencerme.
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Al llegar a Jauja, llovía a borbotones y pensé que tal vez, sea a donde fuera, proyectaría un mal clima con mi tristeza. Tras muchas horas de viaje, no esperé encontrar tan pronto a mi padre y busqué un hotel donde descansar. No tenía apetito ni ganas de hacer algo, así que pagué al dependiente por una habitación y, a los cinco minutos de envolverme con las frazadas, empecé a sumergirme en un profundo sueño. Vagaba por un camino rural y oscuro. Aquel camino ascendía por una colina extraña, hasta adentrarse a un barranco en forma de bóveda y rodeado por árboles de eucalipto. Seguí caminando y a lo lejos vi a un anciano de cabello gris y espalda encorvada. Éste estaba llorando. Cuando grité para hablarle, sentí mareos y caí. Caí y caí hasta despertarme.
Por la mañana, tomé el desayuno en un restaurante de la calle. Luego me fui a la feria dominical, recordando que a mamá siempre le encantaba la bulla y trajín de los compradores y comerciantes. ¡Señorita, venga, lleve pan fresquito! ¡Niña, aquí hay lechón! ¡Venga, señorita! ¿Qué está buscando? ¿Eso qué es? Gelatina de patita. ¿Cuánto está? Un sol el vaso señorita. Deme, por favor. Ahí tiene señorita. Gracias. ¿Le gusta? Sí, está bueno. Claro, señorita, si me demoro varios días en prepararlo. ¿Sí? Sí, señorita, ya terminó, ¿no quiere que le yape? Así está bien, gracias.
Al salir de la feria, sentía de a pocos volver a la calma. Después, sin recordar por qué calles y por dónde, llegué a la Plaza de Armas. Me senté en una banqueta vacía, mientras recordaba cómo de niña jugaba con mis padres y reía hasta lagrimear por las cosquillas de papá. ¿Dónde viviría ahora y cuál sería su dirección?, me pregunté. Al caer la noche, en el hotel, volví a tener otro sueño y, en la noche del otro día, repetí las mismas escenas, con el barranco, el hoyo y el anciano de espalda. Esta vez escuchaba llantos y nostálgicas melodías de una orquesta. Ya se me estaba haciendo costumbre sentir paz durante el día y temor por la noche.
Al cuarto día en el hotel, pensé que era en vano buscar a mi padre, sintiendo resentimiento de que no hubiera ido al funeral. Decidí darme tiempo, hacer las cosas por mi lado, por lo que visité la laguna de Paca, quedándome horas de horas sentada en la orilla mirando el agua. Volví a quedarme dormida y a repetir el mismo sueño. En uno de esos momentos, rebusqué en mi cartera y encontré algunas fotografías y una antigua invitación de una fiesta de Alberto, un amigo jaujino de la infancia. La tarjeta, que él me dio hace unos meses, fue después de una visita imprevista que hizo a Lima. “De paso visitas a tu padre”, me dijo al despedirse. Decidí asistir, porque había necesidad de platicar con alguien y abrirme a la gente. Además, siempre me gustó el sonido y las canciones de las orquestas que mi papá ponía en el viejo tocadisco, así como ver a los tunantes con sus disfraces.
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A las seis de la tarde, abordé una mototaxi desde el hotel. Aprovechaba para reconocer las calles que habían cambiado tanto en los años de mi ausencia. Unas cuadras más adelante, el conductor redujo la velocidad, ya que pasaba una orquesta tocando sus melancólicas melodías, seguido de tunantes multicolores y un féretro a sus hombros. El chofer buscaba la manera de bordear a la cuadrilla o intentar retroceder para ir por otra calle, encontró otro camino y avanzó. De pronto le dije que se detuviera. ¿Aquí? Sí, aquí por favor, le dije alcanzándole unas monedas. Reconocí aquel lugar, era el camino de mis sueños.
Petrificada continué apreciando la escena, metros más arriba la orquesta y el cortejo se encaminaron en aquella subida, no se dirigían al Cementerio de Yauyos, sino a los pies del cerro Huancas, justamente por el camino que tantas noches había transitado en mis sueños. Quise desistir, pero me llené de valor y continué la caminata. Al poco rato, la orquesta se introdujo al hoyo del barranco, dejaron el ataúd y se marcharon, antes que empezaran con las exequias, se me apareció el anciano de mis sueños. Era increíble.
“Hola”, dije, pero el anciano parece que no me escuchó. “Hola, ¿está bien?”, insistí. El anciano volteó a mirarme. Su rostro mostraba la preocupación y las marcas de toda una vida. Tenía la mirada inquisidora, la cual me pareció familiar. “Dígame, ¿Cuál es el nombre de este lugar? Jamás lo había visto”. “Sala grande”, tartamudeó el anciano y todo quedó en un profundo silencio. El viejo limpiaba sus lágrimas con la pretina de su manga derecha y en su mano izquierda presionaba un sobre blanco sobre su pecho.
¿Pero a quién velaba y de quién era el cadáver en el ataúd? “¿Usted lo sabe?”, le pregunté al anciano y él no me respondió. “Señor, le estoy hablando”. “Sí, ¿Qué pasó?” “¿Qué quién es el muerto?”, le pregunté, profiriendo a sus oídos. De inmediato, el viejo me lanzó una mirada llorosa. “Eres tú, hija”, susurró, ahogando un sollozo. “Y esta carta es la que me envió tu madre y tú trajiste para que la leyera”.
* “Sala grande” obtuvo el segundo puesto en el concurso de cuentos “Edgardo Rivera Martínez” (Jauja, 16 de febrero de 2018).
Hay un espacio cerca a Yauyos (Jauja) que es y era llamado Sala Grande, se trataba de una bóveda que fue formada por tierra y cerros. Se cuenta que adentro penaban los condenados y las almas.
Notas:
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Lic. en Español y Literatura por la Universidad Nacional del Centro del Perú. Ha publicado plaquetas de microrrelatos y ha sido antologado en multiples publicaciones.