Buscando con lágrimas las monedas que me faltaba, tuve la suerte que un señor, un ánima, adivinara mi desgracia y me propusiera un trabajito a cambio de recuperar lo perdido
Alguna vez, vi a un perro mirando asustado por horas al vacío. La gente pensaba que el animal estaba enfermo o enloquecido, pero yo desentrañé lo que otros no podían. Lo hice sin la necesidad de untarme las legañas de perro. Desde entonces, las personas me decían: ‹‹Maldito niño››, observándome con miedo y horror. Solo algunos, me acariciaban el cabello y la faz. ‹‹Tú no tienes la culpa››, ‹‹Todo estará bien››. Y así, se pasaban los días, mi madre incrédula me daba deberes, me enviaba por los mandados a la tienda, hasta que una noche, tan oscura y sin estrellas, sucedió que, a mi regreso, perdí el vuelto. Es que el tiempo vuela cuando se quiere jugar, uno va y viene como cuete para salir a la calle a divertirse. Ahora había perdido el vuelto y sabía que sería castigado.
Buscando con lágrimas las monedas que me faltaba, tuve la suerte que un señor, un ánima, adivinara mi desgracia y me propusiera un trabajito a cambio de recuperar lo perdido. ‹‹Allasito niño, en esa casa casi derruida, hay un paquete en el segundo piso. Lamentablemente, yo no debo entrar y sé que tú podrías treparte por los muros››. ‹‹Claro, señor, cómo no››.
Entramos al jardín de la casa por la parte trasera. Todo estaba a oscuras. Las escaleras para el segundo piso yacían sobre el suelo de polvo. Por ello, me subí a un muro y de allí al balcón, y del balcón a la puerta de un dormitorio. Y en efecto, estaba un paquete bajo el colchón, con tantas cintas que, tuve que desamarrar algunas y, descendiendo con cuidado, llevárselas al señor. ‹‹Muy bien muchacho, puedes quedarte con diez soles››, indicó el viejo canoso. ‹‹Ahora, por favor, lleva este paquete a la casa de al lado. No te preocupes, el zaguán está abierto. Entra por el corredor y, en la primera puerta a la derecha, deja el paquete sobre la cama de madera››. Así lo hice y, al salir de esa casa sin ser visto, me di cuenta de la cruz de lazos negros en el umbral. Me pareció extraño, pero más raro aún, que el viejo canoso se esfumara ante mis ojos.
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Llegué a casa y no estaba mamá. Al día siguiente, en el desayuno, ella se olvidó del vuelto y me contó, mostrándome una foto, sobre el velorio del vecino de cabellos blancos al cual había asistido. ¡Era él! No pude contener mi susto. Después, en otras noches, al ir a la tienda por más mandados y ganarme permisos para jugar en la calle, miraba a otros hombres y mujeres, almas pidiéndome cosas y yo haciéndoles favores. Por ejemplo, había quien me pedía que escribiese una carta y la dejase debajo de una puerta, otro; que fuese a tal descampado a desenterrar un cofre; y así, trabajitos y oficios de la vida que fueron aumentando, hasta toparme con un personaje, otro anciano, de ojos tristes, mirada decaída y sombrero raso.
‹‹Me aconsejan que tú puedes ayudarme››, me dijo él. ‹‹Tienes que ir a la casa de mi esposa, decirle que la amo y que se quede tranquila››. ‹‹¿Por qué no va usted mismo, señor?››, le pregunté. ‹‹No hombre, no estoy en condiciones. Mi esposa vivía hace poco con nuestros hijos, pero ellos ya partieron buscando sus vidas, por eso mi mujer, de sola, llora hasta quedarse dormida. Anda pues››. ‹‹¿Es urgente, señor?››. ‹‹Claro, mi mujer ya intentó suicidarse dos veces. Aunque nadie sabía, pues aparenta ser feliz. Yo sé que siente un dolor insoportable que agota sus lágrimas y seca su corazón. Por eso terminó en el hospital, mi doñita; luego mis hijos intentaron animarla y ahora se turnan para cuidarla››. ‹‹¿Quiere que vaya hasta su casa, señor?››. ‹‹Sí, mi mujer vive en el pueblo de Paca, en el campo, entre los animales y los puquiales. Allá quiero que vayas››.
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La silueta del anciano se desvaneció y, después de pensarlo toda la noche, en la tarde del siguiente día, decidí ir con mi bicicleta al pueblo. Era octubre y empezaban las lluvias. Los campos se rellenaban de riachuelos. Así, pedalea que pedalea por aquel camino alrededor de la laguna de Paca, logré llegar. Tras caminar por varios minutos alrededor de la plaza, observaba los jardines hermosos, los toros surcando las tierras, las casas de adobe y teja. Todo era un paisaje hermoso. Al acercarme a la casa donde me había indicado el viejo, llamé a la puerta y me atendió una jovencita muy bonita, quien me hizo pasar al patio para hablarme de su abuelita Rosa. Dijo que la quería mucho, me contó de sus enfermedades, sus penas; lo mismo, de sus actitudes extrañas que no entendía.
A pesar de mi edad, me sorprendió la confianza con la que me hablaba. Por eso, después de tanta cháchara, le pedí sin temor hablar con la abuela. ‹‹Claro, al fondo, en la última habitación››, me indicó. Al estar de pie en la puerta, pensé que estaba haciendo algo absurdo, pero escuché de adentro un: ‹‹Pasa, hijo, te estaba esperando››, que me animó. ‹‹¿Esperándome?››, pensé. Mis ojos nictálopes iban acostumbrándose a la oscuridad. ‹‹Sí, pues veo que te tardaste en decidir››, me dijo una anciana tendida en su cama y sonriéndome. ‹‹¿Y sabe quién me envió y para decirle qué cosas?››. ‹‹Sí, sí, pero no importa, muchacho. Ya lo sé. Más bien, acércate al closet, saca tu vestidura y herramienta, y vámonos››
Hoy, visto una túnica negra y porto una guadaña. Salgo diariamente a cumplir mi trabajo. Pronto nos encontraremos.
Notas:
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Lic. en Español y Literatura por la Universidad Nacional del Centro del Perú. Ha publicado plaquetas de microrrelatos y ha sido antologado en multiples publicaciones.